lunes, 14 de agosto de 2006

Mi agosto

Sin querer decir que siempre fue así, o que vaya a serlo ni mucho menos, detesto irme de vacaciones en agosto. Es algo ya maniático, disfuncional, neurótico y carente de sentido práctico en estos tiempos que corren, pero de verdad que no me gusta.

Cuando era un canijo, nos íbamos mis padres, mi hermana y yo, y a veces amigos de mis padres con sus respectivos hijos/as, de camping, en la provincia de Ávila junto a los límites de Madrid y Segovia, en una zona montañosa, a cierto nivel del mar. La tienda de campaña, primero canadiense, y luego tamaño familiar con dos habitaciones y salón, estaba plantada allí todo el año. Los fines de semana huíamos de la gran ciudad hacia el camping, para acabar allí día tras día todo un mes de agosto, hartándonos a paellas hechas en fuegos artesanales de madera de verdad y piedras alrededor marcando el territorio hasta donde el fuego podía llegar, hartándonos también a filetes rusos empanados, tortillas de patata tan ricas como esas que sólo nuestras madres saben hacer, ensaladas camperas, y huevos fritos con chorizo frito y un chorreón de vinagre para desayunar los domingos. Allí fue donde descubrí la fabada Litoral, tan indigesta como espectacularmente sabrosa.

Recuerdo que teníamos que hacer una zanja alrededor de las tiendas para que en época de lluvia y nieve no se nos inundaran las tiendas. Un día, el agua caía torrencialmente y yo, en plan hombre -más bien canijo- que lo arregla todo, se me ocurrió hacer una zanja más grande para ayudar a la evacuación de la inundación que estábamos sufriendo en nuestra super tienda de campaña. Hasta que un inmenso trueno, por el brutal sonido que hizo yo diría exagerando que cayo a cinco metros de mi, hizo vibrar mis oídos internos mucho más de lo normal. Casi me hago caquita en los pantalones, y todo blanco me metí en la tienda lo más rápido que pude. Lo que más recuerdo son las risas de mi madre al ver aquella pálida cara del susto que yo llevaba encima, lo cual hizo destensionarme bastante y acabar riendo a la par. Y recuerdo mis viajes solitarios en bici por las pequeñas carreteras de los alrededores del camping, cuando me encantaba pensar que era Jose Luis Laguía, Marino Lejarreta o Perico Delgado subiendo el mismísimo Alpe d'Huez, poniéndome en esa posición de culo-fuera-del-sillín pedaleando y balanceando a la vez la bicicleta de izquierda a derecha, y haciendo tirones de vez en cuando como si tratara de escaparme del pelotón.

Me vienen a la mente dos palabras que adoraba y sigo adorando: riachuelo y helecho. Los viajes al riachuelo para llenar la cantimplora con el agua más fresca y limpia que pudiera imaginar, y los helechos, todo aquel escenario estaba lleno de helechos, esas plantas que datan de hace más de trescientos millones de años. También me vienen a la cabeza las vacas pastando, y sus mierdas espectaculares de grandes, qué pedazo de mierdas, con sus moscas verdes merodeando las más frescas, auténticas moscas mierderas, y otras secas como la tierra en sequía; aquello no importaba, era producto de la vida semi salvaje. Así eran los campings antes, sin farolas, sin agua caliente la mitad de los días, sin setos recortados al milímetro, sin parcelas medidas al metro cuadrado, allí te plantabas como querías y donde querías, espacio para ello había, y ni mucho menos había piscina, pero todo encajaba suavemente, a la luz de una luna que se dejaba ver a su gusto dependiendo de la semana, y a la luz de las estrellas más claras y grandes que he visto en mi vida, y bueno, si disponías de una lámpara de aceite mejor que mejor.

Más tarde nos decidimos por la playa, Conil. Mi padre cogía su super Seat 131 con ranchera y nos liábamos en un viaje casi interminable (hablo de los ochenta, cuando las carreteras no eran ni mucho menos esas autovías tan chulas de ahora con asfalto del bueno antilluvia y antideslizante, ni tenían tantos carriles para adelantar a los que llevaban el seat 124) pues decía, nos liábamos en ese viaje casi interminable hacia las playas de Conil, cuando aquello era un pueblo pequeño y tranquilo, y no tenía decenas de urbanizaciones construidas a su alrededor, cuando sus playas sólo se llenaban (y hablo de llenarse, no de abarrotarse como pasa ahora) los domingos, y cuando los campings (porque nosotros continuábamos de camping) seguían sin tener piscina.

Así que quizás sea que ya me he dado suficientes vacaciones en agosto como para buscar otro tiempo, otro mes, otra cosa diferente, algo nuevo y divertido; y qué cojones, que todo el mundo se va en este mes, y tengo aversión a las masas, a seguirlas, tengo siempre esa mosca detrás de la oreja cuando algo es ampliamente aceptado por las masas (ese miedo producto del capitalismo feroz, que provoca asociaciones tipo: soy una empresa que lo que persigo por encima, y muy por encima, de todo, es ganar pasta aunque el producto en cuestión sea algo inservible, inútil y más fútil que un programa de la tienda en casa o un episodio de Walker Texas Ranger con Chuck Norris al frente repartiendo hostias a los malos, el cual, al producto me refiero, lo va a comprar hasta Perry y el Tato, y Manolo el de la tienda de chicles, junto con Roque, el niño granaíno que le gustaba el underground, porque, señores, este producto es una mierda pero joder como mola. Es decir, asociaciones tipo: masa igual a caca, lo cual quizás sea una regla estúpida, aunque se cumpla la mayoría de las veces -prometo dejar un tiempo prudencial hasta la próxima revisión de La rebelión de las masas de Ortega y Gasset-).

En fin, que no me gusta agosto para viajes especiales, que me gusta Madrid en agosto, que me quedo por aquí, con los Veranos de la Villa, con sus fiestas de barrio (aunque sean ya poco auténticas), con los cines, con las calles semi desiertas, con decenas de sitios para aparcar en el barrio, y con sus garitos y terrazas en los que en unos no tienes que sentirte como una sardina enlatada y en otras no tienes que esperar cola, aunque, oye... si al final sale algo interesante o me invitas a un lugar maravilloso, quizás hasta mande a tomar viento mis neurosis y manías varias...

Vida en agosto en una gran ciudad, sin playa, sin montaña a menos de media hora, con calor, y tiendas cerradas. Vida urbana adormecida por el terror a una depresión producto de un verano sin vacaciones. ¿Quién dijo que agosto en Madrid era una mierda?, pues no, es un maravilloso y somnoliento oasis en medio del desierto. Un desierto que volverá a ser inhóspito, duro y delirante cuando septiembre llegue, pero que seguirá conteniendo su magia intrínseca, porque los desiertos, por supuesto, también tienen magia.


mikto kuai

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viernes, 11 de agosto de 2006

El hombre elefante

Anoche, noche de San Lorenzo, en vez de disfrutar de las verbenas madrileñas opté, debido a una mala planificación y cierta desinformación, por ver El hombre elefante de David Lynch, muy citado en antiguas conversaciones por mail y admirado por muchos de vosotros, tranquilamente en el sofá de mi casa, al frescor de mi rudimentario ventilador y refrescado por una tarrina de helado de chocolate con cookies del Mercadona.

Maravillosa narración de la dolorosa y humillante vida del deforme y tierno John Merrick durante la muy bien recreada época victoriana y rodada espléndidamente en blanco y negro gracias a una muy efectiva y sólida fotografía, y dirigida con enorme acierto y temple por David Lynch.

Este cuento dickensiano narra con sensibilidad sostenida, alejada de sentimentalismos, de tópicos efectistas y de los últimos desvaríos y psicotramas del director, las carencias afectivas, la ausencia de hogar y la falta de identidad del hombre elefante, tras el cual se esconde un joven inteligente, apuesto y afectuoso.

Para recrear este infierno, Lynch se sirve de los bajos fondos, del fantástico mundo de los freaks y de los feriantes, de la hipócrita y rígida sociedad victoriana, del imaginario del teatro, del egoísmo de unos y del buen hacer de otros, además de unas excelentes interpretaciones a cargo, sobre todo, de John Hurt y Anthony Hopkins.

Así que anoche gocé con una de las películas más tristes que he visto jamás, aunque desprende una ternura y sensibilidad que hacen de ella un canto a la vida y a la dignidad humana. Genial Lynch.

I am not an animal! I am a human being! I...am...a man!

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